Del gramófono al streaming: cómo hemos pasado de dar cuerda a los algoritmos en apenas un siglo

De la manivela al algoritmo: así cambió la vida doméstica cada vez que la música mudó de piel. Del cilindro de Edison al streaming y los altavoces inteligentes, una cadena de innovaciones que democratizó el sonido

Del gramófono al streaming: cómo hemos pasado de dar cuerda a los algoritmos en apenas un siglo
Del fonógrafo, pasando por un gramófono como el de la imagen, hasta llegar al streaming, repasamos la historia del sonido empezando por el audio de consumo
Publicado en Tecnología
Por por Sergio Agudo

Hace unos años, limpiando el trastero de mis padres, encontré una caja con los restos arqueológicos de nuestra vida musical familiar: un par de vinilos rayados, casetes con etiquetas escritas a mano y un CD de esos que regalaban las revistas musicales. Mi padre, mirando aquello con cierta melancolía, soltó: “Si le hubieran dicho a mi abuelo que algún día podríamos escuchar cualquier canción del mundo desde el teléfono…”.

Y tenía razón. En poco más de un siglo hemos pasado de darle cuerda a un gramófono para escuchar tres minutos de música a tener bibliotecas infinitas en el bolsillo. Pero esta revolución no ha sido lineal: ha sido una cadena de pequeños milagros tecnológicos que cambiaron para siempre cómo suena el hogar.

La música ha pasado de ser un ritual colectivo en el salón familiar a una experiencia completamente personal, portátil y ubicua. Cada formato no solo transformó cómo escuchábamos, sino también cómo vivíamos con la música. Esta es, al fin y al cabo, la historia de cómo sonaba la vida doméstica en cada década, y de cómo algunas marcas supieron leer todas esas olas tecnológicas antes de que rompieran.

Una historia que demuestra que la innovación casi nunca vino de donde la esperábamos, y que las revoluciones que de verdad importan son siempre las que democratizan el acceso a algo que antes era un lujo. Desde el cilindro de Edison hasta los algoritmos de Spotify, la evolución del audio doméstico es también la crónica de cómo la música se infiltró poco a poco en nuestra cotidianidad.

Todo empezó con dar cuerda (literalmente)

Del gramófono al streaming: cómo hemos pasado de dar cuerda a los algoritmos en apenas un siglo

Thomas Edison con su fonógrafo, que funcionaba dándole cuerda con una palanca

El 21 de noviembre de 1877, Thomas Edison presentó su fonógrafo: la primera máquina capaz de grabar y reproducir sonido. Un artefacto tan fascinante como improbable, con un cilindro de estaño donde un estilete tallaba surcos siguiendo las ondas sonoras. Para escucharlo, había que darle cuerda. Literalmente. Era un invento que parecía salido de Julio Verne.

Edison lo concibió primero como una herramienta de oficina para dictar correspondencia, pero pronto comprendió que tenía entre manos algo mucho más grande. Las primeras demostraciones públicas del fonógrafo provocaron reacciones que hoy solo podríamos calificar de sobrenaturales: la gente se acercaba al aparato con desconfianza, intentando entender cómo era posible que una voz humana saliera de aquella caja mecánica. La idea de capturar el sonido y hacerlo eterno era, en ese momento, una especie de sacrilegio tecnológico.

Pero el verdadero punto de inflexión llegó en 1888, cuando Emile Berliner inventó el gramófono. Su genialidad fue tan simple como decisiva: reemplazar los cilindros por discos planos, que podían reproducirse, almacenarse y —lo más importante— fabricarse en masa. De un solo molde salían miles de copias idénticas. Berliner no solo inventó un reproductor: inventó la industria discográfica.

Durante las primeras décadas del siglo XX, el gramófono se instaló en los salones españoles con la solemnidad de un altar doméstico. Las familias se reunían alrededor del aparato como si fueran a asistir a misa: elegir el disco, limpiar el polvo con mimo, colocar la aguja con cuidado y esperar a que la música llenara el aire. Era la primera vez que una orquesta podía sonar dentro de una casa (aunque pareciera encerrada en una lata). Escuchar música era un acto colectivo, casi ceremonial.

La democratización de la música grabada empezó ahí, con esos primeros dispositivos mecánicos que trajeron el mundo sonoro a los hogares. Aunque la calidad fuera modesta y el proceso lento, el cambio fue radical: por primera vez podías escuchar a un artista sin que estuviera físicamente presente. El sonido se había independizado del músico. Y ya no volvería atrás.

Llegan las ondas, llega la revolución

Del gramófono al streaming: cómo hemos pasado de dar cuerda a los algoritmos en apenas un siglo

Aparatos como este (y más grandes) se hicieron comunes en los salones de los hogares

Mientras los gramófonos reproducían música pregrabada, llegó la segunda gran revolución del audio: la radio. Durante los años veinte, la radio de galena se popularizó porque era “barata, fácil de montar y accesible para cualquiera”. En muchos hogares ni siquiera había electricidad, pero sí había radio. Era el primer milagro de la transmisión inalámbrica aplicado al entretenimiento.

La radio trajo algo completamente nuevo: música en directo que viajaba por el aire. Ya no había que comprar discos ni dar cuerda a ningún aparato. Bastaba con sintonizar una frecuencia y el salón se llenaba de sonido: música, noticias, teatro radiofónico, programas en vivo. Por primera vez, miles de personas podían escuchar lo mismo al mismo tiempo. Era una comunidad invisible unida por las ondas, unida por el sonido.

El siguiente salto fue el transistor, en 1948. De repente, aquellos muebles enormes con válvulas se convirtieron en aparatos portátiles. Por primera vez en la historia, la música dejó de estar atada a un lugar. Las radios transistorizadas eran más fiables, consumían menos energía y podían llevarse a cualquier parte. Nacía la portabilidad musical mucho antes de que existiera la palabra.

Empresas emergentes como JBL —fundada en 1946 por James Bullough Lansing— empezaron a fabricar altavoces diseñados para sacar partido a esta nueva era. Era el nacimiento de una industria que tardaría décadas en consolidarse, pero que ya intuía que el audio doméstico sería mucho más que un mueble con botones. Los primeros altavoces JBL estaban pensados para la radio, pero anticipaban algo mayor: el sonido como experiencia, no como accesorio.

La radio transformó el entretenimiento doméstico. Las familias organizaban sus rutinas en torno a los programas: el parte meteorológico, el consultorio de la tarde, el concierto del domingo. Fue el primer medio de masas que entró directamente en casa, estableciendo los hábitos que luego heredarían la televisión y, más tarde, las plataformas digitales. El sonido ya no era un lujo; era parte de la rutina. Y eso, como suele decirse, lo cambió todo.

El vinilo: cuando la música se hizo grande

Del gramófono al streaming: cómo hemos pasado de dar cuerda a los algoritmos en apenas un siglo

Uno de los primeros discos de vinilo

En 1948, Columbia Records presentó el LP de 33 RPM, capaz de almacenar hasta 22 minutos por cara y con un tamaño de 12 pulgadas. RCA respondió con los singles de 45 RPM y 7 pulgadas, que almacenaban una canción por cara. Entre ambos nació una guerra de velocidades que marcó los años siguientes, pero lo importante no era quién ganara: era que el vinilo acababa de introducir otro cambio en lo que significaba escuchar música.

Estos nuevos discos ofrecían una calidad muy superior a la goma laca, eran más resistentes y, sobre todo, permitían escuchar álbumes enteros. La música dejaba de ser una canción aislada y se convertía en una obra estructurada, con narrativa, pausas y coherencia. El vinilo trajo el concepto de “álbum”, y con él una nueva forma de pensar la creación musical.

Durante los años 50 y 60, el vinilo vivió su edad de oro. En España, las tiendas de discos eran templos urbanos: lugares donde podías pasar la tarde entera buscando, hojeando, descubriendo. Las portadas eran casi tan importantes como la música, y los diseñadores empezaron a firmar obras que hoy son iconos culturales. Escuchar discos no era solo una actividad: era una declaración estética.

El vinilo también cambió la relación con la tecnología. Surgió una industria entera de equipos de alta fidelidad doméstica, un término que pronto se volvió aspiracional. Los melómanos invertían en tocadiscos con brazos contrapesados, cápsulas intercambiables y controles de velocidad milimétricos. No se trataba solo de oír: se trataba de cómo sonaba.

Marcas como JBL entendieron rápidamente el cambio. Modelos como el C31 —anunciado como “el primer altavoz decorativo”— buscaban combinar calidad sonora y estética doméstica. Porque escuchar bien ya no estaba reñido con tener un salón bonito. Era el principio de la alta fidelidad entendida como experiencia integral: técnica, sí, pero también sensorial y emocional.

Los años 60 encumbraron al vinilo como el formato rey. Los discos eran objetos de culto, las colecciones personales se convirtieron en autobiografías sonoras y el ritual de colocar la aguja sobre el surco se transformó en una liturgia. Cada clic de aguja era una promesa: algo iba a sonar, y ese algo podía cambiarte el día.

El casete: la música se vuelve personal

Del gramófono al streaming: cómo hemos pasado de dar cuerda a los algoritmos en apenas un siglo

El casete y su posterior emparejamiento con el walkman convirtieron la experiencia de escucha en algo personal

En 1963, Philips nos cambió la vida. Nadie lo vio venir. Presentaron un pequeño cartucho de plástico con dos bobinas dentro: el casete compacto. Al principio no impresionó a nadie —la calidad era mediocre y parecía más un juguete que un formato serio—, pero en 1971 llegó la combinación mágica: reducción de ruido Dolby y cinta de dióxido de cromo. Y ahí todo encajó. El casete dejaba de ser un apaño y se convertía en un cambio de paradigma.

Philips lo había ideado como una alternativa práctica al carrete abierto, el formato profesional de la época. Pero su verdadero impacto no vino de arriba, sino de abajo: de la gente que empezó a grabar sus propias cintas. Por primera vez, cualquiera podía grabar música en casa. Desde la radio, desde un vinilo, o incluso su propia voz. El casete fue el primer formato que convirtió al oyente en creador. El sonido ya no era solo algo que se recibía: también se podía capturar, mezclar y regalar.

Y luego llegó Sony, y con ella el Walkman, en 1979. El punto de no retorno. La música dejó de ser colectiva y se volvió íntima, una experiencia entre tú y tus auriculares. Podías caminar por la calle con tu propia banda sonora, ajeno al ruido del mundo. Fue el nacimiento de la escucha urbana moderna: música que te acompaña, no que se comparte.

En España, el casete dominó todo durante los 80. Se vendían más de siete millones de unidades al año. Era barato, resistente y fácil de duplicar. El formato de la Transición, literalmente. Las mixtapes eran las playlists de entonces, solo que tardabas dos horas en hacer una y rezabas para que la cinta no se cortara. Esas cintas eran cartas, declaraciones de amor o de amistad, pedazos de identidad en una carcasa de plástico.

El casete también obligó a la industria del audio a adaptarse. Los grandes equipos domésticos empezaron a incluir doble pletina, ecualizadores y funciones de grabación directa. Pero el golpe más fuerte vino por el lado emocional: por primera vez, la música dejó de ser algo que se compartía en el salón para convertirse en algo que te pertenecía solo a ti. Esa tensión —entre lo colectivo y lo personal— sigue marcando nuestra forma de escuchar música hoy.

El CD: llega la perfección digital

Del gramófono al streaming: cómo hemos pasado de dar cuerda a los algoritmos en apenas un siglo

El CD se encumbró a finales de los 80 y principios de los 90 como el nuevo formato dominante

El 22 de agosto de 1982 llegó la revolución digital. Sony y Philips, otra vez, presentaron el Compact Disc: 650 megabytes de capacidad, 74 minutos de música y la promesa de una calidad perfecta. Sin ruidos, sin desgaste, sin limitaciones físicas. El futuro sonaba limpio, brillante y, por primera vez, idéntico en cada reproducción. Era el salto de lo analógico a lo digital y sí, parecía magia.

Lo de los 74 minutos no fue casual: Sony insistió en que debía caber entera la Novena de Beethoven dirigida por Herbert von Karajan. Un gesto simbólico que marcó el tono de toda una era: el CD no era solo tecnología, era cultura traducida en precisión matemática. El primer álbum comercial fue The Visitors, de ABBA. Desde ahí, el formato arrasó. Los 80 y 90 fueron del disco compacto, con las míticas minicadenas ocupando los muebles del salón como estandartes de modernidad. Quien tenía CD, tenía futuro.

El CD representaba la promesa de la perfección sonora, aunque con matices. No se rayaba... bueno, un poco sí. Pero sonaba igual en la reproducción número mil que en la primera, y eso, que hoy se da por supuesto, entonces era un pequeño sueño frente a los motores que se descalibraban con los años. La fidelidad ya no dependía del desgaste físico: dependía de los bits. Era la era de la precisión.

Este salto también forzó a la industria del audio doméstico a evolucionar. La música digital exigía altavoces capaces de reproducir toda esa claridad sin distorsión. JBL y otras marcas clásicas tuvieron que repensar sus diseños, desarrollar nuevos transductores y adaptar la sensibilidad de sus cajas a las frecuencias limpias del CD. Nacía la segmentación moderna: ya no había un único tipo de altavoz, sino líneas pensadas para distintos usos y exigencias.

El CD también cambió los hábitos de escucha. El salto entre canciones, la repetición infinita, la aleatoriedad programada… eran lujos impensables antes. Por primera vez podías diseñar tu experiencia de escucha, controlar el orden, el ritmo, la duración. Y eso abrió la puerta a la personalización total. El disco compacto nos enseñó que la perfección sonora era posible, pero también que el control era adictivo.

El MP3: la música se hace invisible

Del gramófono al streaming: cómo hemos pasado de dar cuerda a los algoritmos en apenas un siglo

Con la llegada del MP3, la música digital y reproductores como el iPod de Apple se convirtieron en protagonistas

En 1995, un grupo de ingenieros alemanes cambió el rumbo de la historia musical. El 14 de julio, el Instituto Fraunhofer presentó oficialmente el MP3, desarrollado por Karlheinz Brandenburg. La genialidad del formato estaba en su lógica implacable: reducir el tamaño de los archivos hasta doce veces sin una pérdida de calidad perceptible. Compresión psicoacústica, lo llamaron. En realidad era pura ingeniería aplicada al oído humano.

Brandenburg llevaba años obsesionado con un problema: cómo mantener la esencia de una canción mientras eliminaba lo que el oído no puede oír. Usaba “Tom’s Diner” de Suzanne Vega como pista de referencia, y se negaba a rendirse hasta que sonara bien. A base de algoritmos, paciencia y obstinación, lo consiguió. El resultado fue un formato que democratizó la música digital y, de paso, dinamitó la industria.

En 1999 llegó Napster, la primera red peer-to-peer de intercambio musical, y el terremoto fue inmediato. La industria discográfica entró en pánico. De pronto, millones de personas podían compartir canciones con un clic. Sin pagar, sin límites. Nacía una nueva cultura del acceso. El MP3 se volvió omnipresente: del modesto MPMan al iPod, que convertiría a Apple en el nuevo emperador del audio portátil. La música, por fin, cabía en el bolsillo. Y además, se podía conseguir gratis... aunque no legalmente.

El MP3 no solo cambió cómo escuchábamos música; cambió la propia idea de propiedad musical. Las canciones dejaron de ser objetos físicos para convertirse en datos intercambiables. El concepto de colección se diluyó. Ya no había discos que limpiar ni cintas que rebobinar. Había carpetas, nombres de archivo, metadatos. Era la era de la desmaterialización.

Durante esa transición, el audio doméstico se estancó. ¿Para qué querías un equipo de sonido si todo lo hacías con el ordenador o un reproductor portátil? Las minicadenas se convirtieron en muebles obsoletos. El sonido se hizo invisible, como si la tecnología hubiera logrado su objetivo final: desaparecer.

Pero el legado del MP3 fue mucho más profundo. Abrió la puerta a la distribución independiente, a los artistas que podían publicar sin discográfica, y a una nueva economía basada en la abundancia. Se acabó la escasez artificial. El MP3 fue la democratización definitiva, aunque también el principio del colapso de un modelo.

El streaming: la música sin fronteras

Del gramófono al streaming: cómo hemos pasado de dar cuerda a los algoritmos en apenas un siglo

Hoy en día sólo hace falta un teléfono móvil y unos auriculares para escuchar música en cualquier parte

En 2008, una startup sueca llamada Spotify prometió algo que sonaba utópico: acceso a millones de canciones por una cuota mensual. Daniel Ek entendió lo que pocos querían ver: la piratería no era el problema, era el síntoma. La gente no quería robar música; solo quería escucharla sin fricciones. Su solución fue brillante por simple: hacer que lo legal fuera más fácil que lo ilegal.

Spotify nació en un país con las condiciones perfectas: internet rápido, cultura digital avanzada y una población acostumbrada a compartir archivos. Ek había vivido de cerca el auge de The Pirate Bay, y sabía que si la industria quería sobrevivir, tenía que vender acceso en lugar de propiedad. La idea era clara: la música no como producto, sino como servicio.

Apple, que había dominado la década anterior con iTunes, tardó en reaccionar. En 2015 lanzó Apple Music tras adquirir Beats Music. Para entonces, la guerra del streaming ya había empezado. Amazon, Google y YouTube se sumaron al combate. El resultado: una competencia feroz que, por primera vez en la historia, benefició al oyente. Bibliotecas infinitas, sonido cada vez mejor y precios razonables. Por primera vez, todo el mundo tenía acceso a todo.

El impacto en el hogar fue inmediato. El audio dejó de girar en torno a un equipo centralizado y pasó a repartirse por toda la casa. Los altavoces inteligentes con asistentes de voz cambiaron la dinámica por completo: ya no hacía falta buscar un mando o tocar una pantalla; bastaba con hablar. Era el retorno del sonido al espacio doméstico, pero esta vez inalámbrico, conectado y personalizado.

Esa resurrección del audio doméstico fue aprovechada por marcas que supieron leer la ola a tiempo. JBL, por ejemplo, reinventó su catálogo con altavoces Bluetooth diseñados para esta nueva realidad. Sus series Flip y Charge se convirtieron en superventas entre una generación que redescubría el placer de escuchar música sin auriculares, compartida, tangible, vibrante. La renovación más reciente con los JBL Flip 7 y Charge 6 apuesta por inteligencia artificial, más autonomía y mejor resistencia, mientras que el JBL Xtreme 4 ofrece una combinación impecable de calidad de sonido y portabilidad para quienes buscan potencia sin renunciar al formato compacto.

El streaming cerró el círculo que la radio abrió cien años antes. Música inmediata, sin cables, sin esperas, sin límites. Pero esta vez, personalizada hasta el milímetro. Lo que empezó siendo un milagro tecnológico se había convertido en una presencia constante. El sonido, otra vez, había vuelto a casa. Solo que ahora la casa entera podía sonar a la vez.

La democratización total del sonido

Spotify se creó en 2006, pero hasta 2024 no ha tenido ningún año rentable

Spotify, a pesar de los pesares, sigue siendo la plataforma de streaming musical más usada

Hoy, con más de 600 millones de usuarios mensuales en Spotify y catálogos que superan los 100 millones de canciones, hemos alcanzado la democratización total del acceso musical. La calidad ha mejorado exponencialmente: audio sin pérdida, sonido espacial, y experiencias que superan la fidelidad de los primeros CD. Ya no es una cuestión de tener o no acceso a la música, sino de navegar en un océano infinito de opciones.

Los algoritmos de recomendación han cambiado cómo descubrimos música nueva. El Descubrimiento Semanal de Spotify, Apple Music y su lista "Para ti", las radios automáticas de YouTube Music... son formas de descubrimiento musical impensables en la era física. La inteligencia artificial analiza nuestros gustos, los compara con millones de usuarios similares y nos sugiere canciones que probablemente nos gusten. Es personalización a escala industrial.

Los hogares modernos pueden tener múltiples puntos de reproducción sincronizados, desde altavoces inteligentes hasta sistemas multiroom. La música ya no está confinada a una habitación específica; se ha convertido en un elemento ambiental que se adapta a nuestro estado de ánimo instantáneamente. Puedes empezar escuchando música en el dormitorio, continuar en la cocina y terminar en el salón sin perder ni un segundo de tu canción favorita.

Pero aquí viene lo curioso: mientras tenemos acceso a más música que nunca en la historia, formatos como el vinilo y hasta el casete están experimentando un renacimiento entre los más jóvenes. Parece que la abundancia infinita nos ha hecho valorar la escasez y el ritual físico de escuchar música. Es la paradoja de la época: en el momento de máxima accesibilidad digital, crece la nostalgia por lo analógico y lo tangible.

El streaming también ha democratizado la creación musical. Plataformas como Bandcamp, SoundCloud o Distrokid permiten que cualquier artista distribuya su música mundialmente sin necesidad de discográfica. Los costos de grabación han bajado drásticamente gracias a la tecnología digital, y las barreras de entrada al mercado musical prácticamente han desaparecido. Nunca ha sido tan fácil crear, grabar y distribuir música como ahora.

El futuro suena a inteligencia artificial

Del gramófono al streaming: cómo hemos pasado de dar cuerda a los algoritmos en apenas un siglo

Hoy en día el futuro del audio también pasa por entenderse con la IA

Y aquí estamos, en 2025, especulando sobre qué será lo próximo. El audio espacial ya es realidad, la inteligencia artificial compone música en tiempo real, y las tecnologías inmersivas prometen experiencias que apenas podemos imaginar. Desde aquel primer cilindro de Edison hasta las playlists algorítmicas de hoy, cada innovación ha acercado más la música a la experiencia humana cotidiana. La próxima frontera parece estar en la personalización extrema y la integración total con nuestros entornos digitales.

La inteligencia artificial está comenzando a componer música original adaptada a nuestro estado de ánimo, momento del día, actividad que realizamos e incluso nuestros datos biométricos. Aplicaciones como Endel crean bandas sonoras infinitas y personalizadas basándose en nuestro ritmo cardíaco, ubicación y patrones de actividad. Es música funcional llevada al extremo: cada usuario tiene su propia banda sonora única, generada algorítmicamente en tiempo real. Y es nociva y debe desaparecer, pero empezar otra guerra más (por muy justificada que esté) contra la IA no es el objetivo de este artículo.

Los asistentes de voz están evolucionando hacia conversaciones más naturales sobre música. Ya no se trata solo de "reproduce música rock", sino de interacciones más complejas: "ponme algo que me anime para hacer ejercicio, pero que no sea demasiado intenso porque estoy empezando". Los asistentes aprenden de nuestras preferencias y reaccionan a contextos cada vez más sofisticados.

Lo fascinante de esta historia es cómo algunas empresas han logrado surfear todas estas olas tecnológicas. JBL, que celebró en 2021 sus 75 años, es un ejemplo perfecto de adaptación: desde altavoces para gramófonos hasta sistemas conectados, pasando por cada revolución intermedia sin perder su esencia ni su cuota de mercado. No es fácil sobrevivir a tantos cambios de paradigma. No han sido los únicos, pero sí de los pocos que han sabido mantenerse relevantes a pesar de la evolución de la industria.

La próxima revolución ya está en marcha, y como todas las anteriores, probablemente llegará desde donde menos lo esperemos. Lo único seguro es que, pase lo que pase, seguiremos buscando la manera perfecta de llenar de música nuestros hogares y nuestras vidas. Porque al final, da igual si es con un gramófono de manivela o con un algoritmo de inteligencia artificial: lo que nunca cambia es esa necesidad humana de tener banda sonora.

Para ti
Queremos saber tu opinión. ¡Comenta!