¿Qué es el sonido de estudio y por qué no significa lo que tú crees?

Hoy cualquiera presume de “calidad de estudio”, pero casi nada cumple las condiciones que definieron ese sonido en los estudios profesionales de verdad

¿Qué es el sonido de estudio y por qué no significa lo que tú crees?
El término “sonido de estudio” se ha convertido en una etiqueta vacía que ya no describe nada real
Publicado en Tecnología
Por por Sergio Agudo

La palabra “estudio” lleva años perdiendo significado. Está en todas partes: auriculares que prometen “studio-grade”, altavoces con “sonido profesional” y herramientas de IA que aseguran transformar cualquier toma casera en una grabación digna de un ingeniero veterano. Es un término con peso técnico, pero en manos del marketing se ha quedado en un envoltorio vacío.

Hoy aparece igual en unos cascos de veinte euros, que en un botón automático para “mejorar” voces grabadas frente al portátil. Beats lo explotó durante años; Adobe presume de su “Enhance Speech”; Descript vende su “Studio Sound” como si bastara con pulsarlo para conseguir un resultado profesional. Nada de eso se parece al significado original del sonido de estudio.

Porque el “sonido de estudio” no nació como etiqueta comercial, sino como la consecuencia directa de grabar y escuchar en un entorno controlado, diseñado para que cada decisión sonora fuese reproducible, precisa y completamente honesta. Todo lo que vino después —las promesas, los eslóganes y las versiones diluidas— no explica lo que ese término realmente representaba.

El origen del “sonido de estudio”

¿Qué es el sonido de estudio y por qué no significa lo que tú crees?

Equipo de estudio vintage, de cuando el sonido "de estudio" era más que un eslogan

Acabamos de decirlo: durante décadas, “sonido de estudio” no hacía referencia a un tipo de producto ni a una firma sonora concreta, sino al resultado natural de trabajar en un entorno diseñado para que nada se interpusiera entre lo que sonaba y lo que el ingeniero escuchaba. No había aspiración estética ni búsqueda de un “perfil” atractivo: se trataba de obtener una señal que pudiera analizarse con un enorme nivel de detalle, sin interferencias ni engaños acústicos.

La sala era la herramienta fundamental. Un estudio profesional no dependía tanto de los aparatos como de cómo respondía el espacio: paneles absorbentes para controlar las reflexiones rápidas, trampas de graves para que el espectro no se descompensara en las frecuencias más difíciles y superficies estratégicamente colocadas para evitar ecos y vibraciones indeseadas.

Ese nivel de tratamiento no era un capricho: era la frontera entre un buen sonido fuente, o jugárselo todo a la mezcla. Una habitación sin tratar puede exagerar los graves veinte decibelios en un punto y atenuarlos drásticamente en otro. En un estudio, esas irregularidades se minimizan hasta que la sala deja de ser protagonista. El objetivo siempre fue el mismo: que cada nota, cada respiración y cada error quedasen expuestos sin contemplaciones.

En ese contexto surgieron los monitores que acabarían definiendo generaciones de discos. Altec 604, Tannoy Dual Concentric, JBL 4310… No eran altavoces “perfectos”, pero los ingenieros los conocían tan bien que sabían compensar cualquier defecto. La paradoja es que varios de esos modelos —como los Yamaha NS-10, que ni siquiera nacieron para estudios— eran duros, secos y nada complacientes, pero precisamente por eso se convirtieron en herramientas indispensables. De algunos de ellos hablamos al repasar la historia de los estudios de grabación.

El “sonido de estudio” era, en esencia, un pacto de honestidad. No se basaba en un sabor sonoro concreto, sino en un entorno estable donde las decisiones eran reproducibles y el espacio no manipulaba la señal. Por eso cuesta tanto reconocer ese concepto en los productos que hoy presumen de él: lo que nació como un estándar de rigor técnico ha acabado reducido a una pegatina que poco tiene que ver con su significado original.

La gran confusión: qué se vende como “sonido de estudio” hoy

Beats Solo 4 chica

Beats lleva tiempo asgurando que sus productos son de calidad de estudio. No lo son

El término se ha convertido en una especie de comodín publicitario que se pega a cualquier cosa que reproduzca audio. En el contexto actual básicamente significa que “suena bien” según el criterio del departamento de marketing de turno. El resultado es un paisaje en el que casi todo promete calidad profesional, aunque pocas veces se explique qué se quiere decir exactamente con eso.

Las marcas han aprendido que “studio-grade” suena serio, técnico y aspiracional, así que lo usan para justificar precios, para diferenciar modelos y, en algunos casos, para disimular limitaciones. No hay un estándar que defina qué es o no es “de estudio”, lo cual les viene de maravilla: cada fabricante lo interpreta como quiere. A veces significa respuesta plana; otras, durabilidad; otras, simplemente que han subido el precio y necesitaban una etiqueta con gancho.

La parte más visible de este desorden está en los auriculares. En teoría, unos auriculares “de estudio” deberían ser herramientas de trabajo pensadas para revelar fallos —como en el caso de los Audio-Technica ATH-R70Xa que, curiosamente, sí son "studio-grade" de verdad—, no para embellecer música. En la práctica, muchos modelos que llevan esa etiqueta están ecualizados como unos auriculares de consumo: graves reforzados, agudos resaltados y una firma sonora diseñada para impresionar en los primeros treinta segundos. Cualquier técnico de mezcla que se ponga auriculares así en las orejas se los quitará al momento.

Los modelos realmente profesionales buscan neutralidad dentro de lo posible, coherencia y la capacidad de mostrar matices, ruidos y errores sin edulcorar nada. Por eso resultan menos agradecidos para escuchar música de manera casual. No son un producto recreativo, son una herramienta. Y eso raramente coincide con lo que las marcas venden como “de estudio”.

A este caos se suma ahora la IA. Herramientas como Enhance Speech o los módulos de limpieza de audio de Descript prometen “calidad de estudio” con un clic, lo cual distorsiona aún más el concepto. Mejoran el ruido de fondo y aclaran la voz, sí, pero no recrean un estudio ni pueden generar el nivel de control acústico que define un entorno profesional. Llamar a eso “sonido de estudio” es, como poco, impreciso.

El resultado de todo esto es un panorama en el que la etiqueta significa todo y nada a la vez. Puede referirse a un monitor profesional serio, a un auricular coloreado o a un algoritmo que limpia artefactos. Y esa mezcla es lo que ha distorsionado por completo la percepción pública del concepto. Hoy cualquiera puede comprar algo que dice tener “studio sound”, pero muy pocas veces ese producto guarda relación con lo que ese término representó durante décadas.

Los mitos técnicos detrás del “sonido de estudio”

¿Qué es el sonido de estudio y por qué no significa lo que tú crees?

Audio-Technica ATH-R70Xa, auriculares cercanos a la respuesta plana y de calidad de estudio de verdad

La mayoría de malentendidos actuales vienen de asumir que la técnica es sencilla y que basta con leer una especificación para saber si algo es “de estudio” o no. Esa idea lleva años extendiéndose porque simplifica un terreno que, en realidad, es mucho más complejo y depende de muchos más factores. El público busca certezas, y el marketing se las da aunque no sean exactas. El resultado es una colección de mitos que sobreviven porque son fáciles de repetir y difíciles de desmontar.

Uno de los mitos más persistentes es el de la respuesta plana en altavoces. Sobre el papel, suena impecable: un altavoz que no colorea nada y reproduce exactamente lo que hay en la mezcla. En una cámara anecoica puede funcionar, pero una casa no es una cámara anecoica. En un salón normal, la sala modifica el sonido más de lo que lo hace el altavoz. Modos de graves, reflexiones tempranas, cancelaciones: la teoría desaparece en cuanto el altavoz toca un espacio real.

Con auriculares ocurre algo parecido, pero con un matiz todavía más desconcertante: una respuesta absolutamente plana, pegada al oído, no suena natural. No hay interacción con la cabeza ni con el torso, no hay campo sonoro real, no hay espacio. Por eso la industria acabó definiendo curvas objetivo que introducen un cierto contorno para que lo que se escucha resulte creíble. La obsesión con la planitud absoluta es más un capricho conceptual que una práctica útil.

A nivel profesional la referencia no es la perfección, sino la consistencia. Un ingeniero no busca un monitor “plano” en el sentido idealizado, sino un monitor cuyo comportamiento conozca tan bien que pueda predecir cómo sonará la mezcla en otros sistemas. Esa familiaridad pesa más que cualquier especificación. Por eso tantos estudios siguen usando modelos veteranos cuyos defectos son célebres: la clave es saber interpretarlos, no que sean matemáticamente intachables.

La comparación entre monitores y auriculares suele estar cargada de dogmas. Se repite que los monitores son “más de estudio” porque recrean un campo estéreo real y no dependen de algoritmos de compensación, y que los auriculares son para detalles finos. La realidad es mucho más simple: se necesitan ambos. Los monitores dan imagen y profundidad, pero dependen de la sala. Los auriculares eliminan la sala, pero ofrecen una perspectiva artificial. Ninguno tiene la verdad completa.

Y aquí aparece el factor más ignorado de todos: la acústica del espacio. Da igual que los monitores cuesten diez mil euros si la sala no está controlada. Las resonancias de la habitación pueden arruinar cualquier mezcla, los ecos de pared pueden falsear decisiones críticas y los picos de graves pueden convertir una línea de bajo en algo irreconocible. Si existe un auténtico “secreto” del sonido de estudio, no está en los aparatos: está en el lugar donde se escuchan.

Qué debería significar realmente “sonido de estudio” en 2025

Si el término tuviera que recuperarse y usarse con honestidad, debería referirse a un sonido preciso, coherente y predecible. No a un “perfil bonito”, no a un exceso de graves ni a un brillo supuestamente detallado. Debería implicar que lo que escuchas no está maquillado y que la herramienta —sea un monitor, un auricular o una sala— no altera la señal más de lo estrictamente inevitable.

También debería significar que el sistema revela detalles que los productos de consumo esconden. Ya debería haber quedado claro que un entorno de estudio no está pensado para entretener, sino para exponer fallos: sibilancias que sobran, ruidos de fondo, colas de reverberación mal ajustadas o distorsión donde no debería haberla. A riesgo de repetirme, un equipo de estudio puede sonar bien, pero eso no implica que suene bonito. Yo mismo soy un ejemplo de eso: después de aplicar un software de corrección de sala para mi control room, tuve que rectificar manualmente la curva para recuperar parte de los graves que el programa quitó. Los necesitaba para no perder uno de mis puntos de anclaje y referencia auditivos.

La buena noticia es que, hoy, acceder a herramientas verdaderamente profesionales es más fácil —y más barato— que nunca. Hay monitores activos muy competentes a precios razonables, auriculares que se usan en estudios con un coste que no asusta y software gratuito que permite medir y ajustar la sala sin gastar una fortuna. La etiqueta “de estudio” no debería reservarse para productos prohibitivos, sino para aquellos que cumplen criterios serios, no eslóganes.

El detalle que suele olvidarse es el más obvio: por muy bueno que sea tu equipo, no sirve de nada si no lo sabes usar o si la sala trabaja en tu contra. Un monitor excelente colocado en un cuarto sin tratar sigue siendo una mala herramienta, y un auricular profesional no arregla una mezcla si no entiendes cómo interpretarlo.

Cómo no dejarte engañar

¿Qué es el sonido de estudio y por qué no significa lo que tú crees?

Los AIrPods Max sonarán mejor o peor, pero tampoco tienen calidad de estudio

La etiqueta “de estudio” se ha ido vaciando a medida que el marketing la ha convertido en reclamo genérico. Hoy puede significar algo serio o no significar absolutamente nada, y el problema es que el público ya no tiene forma de distinguirlo. Lo único claro es que el término se usa mucho más de lo que se respeta, y que casi nunca describe el tipo de entorno que lo hizo nacer.

Para no caer en ese juego conviene ignorar la palabra y fijarse en lo que realmente importa: cómo responde el equipo, qué hace la sala, hasta qué punto puedes confiar en lo que estás oyendo y si esa herramienta te permite tomar decisiones que luego se traducen bien fuera de tu espacio. Da igual que el producto lleve “studio” en la caja; si no ofrece precisión, control y consistencia, no pertenece a esa categoría, por mucho que lo digan sus diseñadores.

Lo que un día fue una descripción técnica se ha convertido en un eslogan que se pega a cualquier cosa que haga ruido. Por eso conviene hacerse siempre la misma pregunta cuando una marca promete “sonido de estudio”: ¿a qué estudio se refiere exactamente? Si la respuesta es ambigua o directamente no existe, probablemente no esté hablando de ninguno real.

Para ti
Queremos saber tu opinión. ¡Comenta!