Ni pesan ni queman: la tecnología que ha jubilado a los viejos amplificadores de alta fidelidad

Ni pesan ni queman: la tecnología que ha jubilado a los viejos amplificadores de alta fidelidad
Durante años se ha confundido peso, calor y tradición con calidad sonora. La Clase D desmonta ese relato desde la física, las mediciones y la escucha real. No es una moda: es coherencia técnica
Publicado en Tecnología
Por por Sergio Agudo

La alta fidelidad arrastra una herencia casi litúrgica: peso, calor, transformadores enormes y disipadores como tótems. Durante décadas se ha asociado masa física con calidad sonora, como si la música necesitara sufrir para ser auténtica. Ese imaginario sigue condicionando cómo se juzga un amplificador antes incluso de escucharlo, deformando el propio significado del término.

Ese apego al ritual ha convertido decisiones de ingeniería en relatos emocionales. Defectos objetivos —ineficiencia, calor, distorsión— pasan a llamarse “carácter”, mientras que soluciones técnicas se tachan de frías o clínicas. El resultado es una audiofilia que confunde fidelidad con coloración y tradición con verdad técnica.

La Clase D no representa una moda ni una ruptura caprichosa, sino la consecuencia lógica de entender la amplificación como un problema físico bien resuelto. No busca emocionar por exceso, sino desaparecer como eslabón audible. Defenderla no es provocación: es exigir coherencia entre lo que medimos, lo que oímos y lo que sabemos.

Fundamento físico: grifos vs interruptores

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McIntosh MC275B, uno de los desarrollos de clase A más míticos

La mayoría de debates sobre clases de amplificación empiezan mal porque ignoran la física elemental. Antes de hablar de “sonido”, “carácter” o “musicalidad”, hay que entender cómo se gestiona la energía. Un amplificador no es una entidad mística: es un dispositivo que controla corriente, disipa calor y obedece leyes termodinámicas que no admiten interpretación.

En un amplificador Clase A, el dispositivo activo —ya sea una válvula o un transistor— funciona como un grifo permanentemente abierto. Incluso en silencio, circula corriente constante. Para obtener un pequeño chorro de música, el sistema disipa grandes cantidades de energía en forma de calor. No es un defecto accidental, es el principio de funcionamiento: la linealidad se compra quemando vatios.

La Clase AB intenta ser más razonable cerrando parcialmente el grifo cuando no hace falta potencia. Dos transistores se reparten el trabajo: uno empuja, otro tira. Es más eficiente, sí, pero introduce un problema estructural en el relevo, el cruce por cero. Esa imperfección no es magia sonora, es una concesión técnica.

La Clase D abandona por completo la idea del grifo. Aquí no hay resistencia variable, sino conmutación: encendido o apagado. El nivel de la señal no se controla por cuánta corriente se deja pasar, sino por cuánto tiempo está activo el interruptor, miles de veces por segundo. Donde no hay resistencia, no hay disipación térmica continua.

Por eso la eficiencia de la Clase D no va de ecologismo ni de reducir la factura eléctrica. Va de temperatura, estabilidad y longevidad. Menos calor implica menos deriva de componentes, menos estrés eléctrico y mayor consistencia en el tiempo. Un amplificador que no se comporta como un radiador es, sencillamente, más predecible y más fiel.

"La clase D es digital": rompiendo el mito fundacional

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Frontal del amplificador Fosi Audio ZA3, clase D de la buena miniaturizada en estado puro | Imagen: Sergio Agudo

Cuando alguien dice que un amplificador Clase D “suena digital”, normalmente no está describiendo un fenómeno técnico, sino una desconfianza. Durante años se ha asociado lo digital con pérdida, frialdad o artificialidad, y la letra ha hecho el resto. El problema es que esa sospecha parte de una premisa falsa: asumir que la Clase D convierte la música en números.

En realidad, la señal que entra en un amplificador Clase D sigue siendo analógica de principio a fin. Amplificadores de clase D como el Marantz Model 10, que pude escuchar en Barcelona, ofrecen una experiencia analógica irrepetible. No se mide, no se redondea ni se trocea en escalones. Lo único que cambia es la forma en que el amplificador decide cuánta energía entregar en cada instante. En lugar de hacerlo “a medias”, lo hace encendiendo y apagando muy rápido.

La forma más sencilla de entenderlo es pensar en un interruptor de luz que se acciona miles de veces por segundo. Si está encendido poco tiempo, la luz es tenue; si permanece encendido más tiempo, la luz es intensa. No hay estados intermedios, pero el resultado sí lo es. La música funciona igual: no por fuerza, sino por duración.

Esa variación continua en el tiempo es lo que permite reproducir la forma original de la señal sin convertirla en datos digitales. No hay ceros y unos escondidos, ni resolución en bits, ni pérdidas por cuantización. Hay voltaje, tiempo y velocidad. La Clase D no digitaliza la música: la reorganiza para amplificarla con menos pérdidas y mayor control.

Distorsión, silencio y corrección de errores

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El funcionamiento de los amplificadores de clase A y AB hace que suenen mucho más "redondeados", más amables y cálidos, mientras que los de clase D esconden mucho menos las debilidades de la mezcla

Durante años, la Clase D arrastró la fama de sonar dura o poco refinada en pasajes delicados. No era un prejuicio gratuito: los primeros diseños tenían limitaciones reales. Pero esa crítica suele formularse sin contexto, como si las clases tradicionales estuvieran libres de compromisos. No lo están. Cada topología arrastra sus propios errores estructurales.

En muchos amplificadores Clase AB, el problema aparece en el punto más sensible de la señal: el cruce por cero. Es el instante en el que un dispositivo deja de trabajar y otro toma el relevo. Ese intercambio nunca es perfecto y genera una pequeña distorsión difícil de percibir aisladamente, pero acumulativa y constante.

La Clase A evita ese problema de raíz manteniendo el dispositivo activo todo el tiempo. No hay relevo, no hay cruce. A cambio, el amplificador consume y disipa energía de forma continua, incluso en silencio —lo que en muchos diseños se traduce en un suelo de ruido dominado por la red eléctrica, perfectamente audible si el filtrado no es de diez—. Es una solución eficaz desde el punto de vista de la linealidad, pero extrema y profundamente ineficiente desde el punto de vista térmico.

La Clase D moderna adopta una estrategia distinta: no intenta evitar el error quemando energía, sino detectarlo y corregirlo. Mediante retroalimentación negativa, el amplificador compara continuamente la señal de entrada con la señal real que entrega al altavoz. Cualquier desviación se corrige al instante, reduciendo distorsión y ruido de forma activa.

Uno de los grandes puntos débiles históricos de la Clase D fue la necesidad de limpiar la señal antes de enviarla al altavoz. Durante años, ese proceso podía hacer que el sonido variara según el altavoz conectado, alimentando la idea de un carácter inestable. En los diseños modernos, ese problema está resuelto y el amplificador entrega siempre el mismo resultado, independientemente de la carga.

El resultado final rompe muchos prejuicios muy arraigados entre los elitistas del audio: niveles de distorsión extremadamente bajos, un fondo de silencio real y una respuesta consistente a cualquier volumen. No es magia ni carácter añadido. Es ingeniería aplicada para cometer menos errores audibles. Y en alta fidelidad, cometer menos errores debería ser siempre el objetivo.

Velocidad, transitorios y control del altavoz

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Sala estéreo del showroom de Bowers & Wilkins en Barcelona | Imagen: Sergio Agudo

Existe la creencia muy extendida de que los amplificadores clásicos, especialmente los de Clase A o válvulas, son “más rápidos” o “más naturales” en la respuesta al sonido. Es una afirmación que suele repetirse sin definir qué significa realmente rapidez en este contexto. Un amplificador no es rápido por su estética o su temperatura, sino por cómo responde a cambios bruscos en la señal.

Cuando un sonido aparece de forma repentina —un golpe de batería, un ataque de bajo, una nota de piano percutida— el amplificador tiene que reaccionar de inmediato. No se trata solo de llegar al volumen adecuado, sino de hacerlo en el momento exacto y detenerse cuando la señal termina. Ahí es donde se separa la sensación de precisión de la de borrosidad.

La Clase D moderna destaca precisamente en ese terreno. Al trabajar mediante conmutación muy rápida, puede seguir los cambios de la señal con una agilidad extrema. No necesita “ponerse al día” ni arrastrar inercias térmicas. Cuando la señal sube, responde; cuando baja, se detiene. Esa capacidad de seguir el ritmo es clave para la claridad. Doy fe de que con producciones modernas y géneros de música contemporánea es lo que mejor funciona.

Ese comportamiento se nota especialmente en el control del altavoz, sobre todo en las frecuencias bajas. Un amplificador con buen control no deja que el woofer se mueva más de lo necesario. El grave arranca y se frena con autoridad, sin cola ni engorde artificial. Lo que muchos describen como bajos “secos” es, en realidad, un trabajo mecánico muy preciso.

Por eso conviene cuestionar ciertas ideas románticas muy asentadas. A menudo, lo que se percibe como calidez o peso no es más que una respuesta lenta o poco controlada. Puede resultar agradable, pero no es fidelidad. La Clase D moderna no añade músculo por exceso: impone disciplina. Y en reproducción sonora, la disciplina suele sonar más real.

Datos, no poesía: medir para no engañarse

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Fosi Audio ZD3, ZA3 y ZP3: un stack completo de clase D con un suelo de ruido tan bajo que asusta | Imagen: Sergio Agudo

Durante mucho tiempo, las mediciones se han presentado como el enemigo de la escucha, como si cuantificar algo le robara alma. En realidad ocurre lo contrario. Medir no sustituye al oído, lo protege. Sirve para saber si lo que creemos oír es una mejora real o una ilusión creada por expectativas, precio o reputación.

Cuando se mide un amplificador no se busca que “suene bonito”, sino saber cuánto se aleja de la señal original. Se analiza cuánto ruido añade, cuánta distorsión introduce y cómo se comporta cuando no hay música. Son preguntas simples con respuestas objetivas. Menos desviación significa mayor fidelidad, aunque el resultado no siempre sea romántico.

En este terreno, la última década ha sido reveladora. Los amplificadores con mejores resultados objetivos ya no son enormes cajas calientes y pesadas, sino diseños mucho más eficientes y controlados. La Clase D moderna ha pasado de ser una promesa a ocupar los primeros puestos en precisión, consistencia y ausencia de artefactos audibles.

Uno de los indicadores más claros de ese progreso es el silencio. Un buen amplificador debería desaparecer cuando no suena nada. No debería haber zumbidos, siseos ni rastros de la red eléctrica colándose por los altavoces. Ese fondo negro no es una sensación subjetiva: es la consecuencia directa de un diseño limpio y bien controlado. ¿Recordáis mi análisis del stack de Fosi Audio? Es clase D pura y dura —y encima muy barata—, con un negro prácticamente absoluto cuando el equipo está en silencio. Y suena ridículamente bien.

Aquí conviene ser honestos: muchos amplificadores clásicos suenan agradables precisamente porque no son neutros —por ejemplo los de McIntosh, pero no vamos a abrir ese melón ahora—. Añaden grano, ruido o pequeñas imperfecciones que el oído puede interpretar como carácter. No hay nada malo en disfrutarlo, pero llamarlo alta fidelidad es confundir placer con precisión. Y medir ayuda a no mezclar ambas cosas.

Potencia, coste y responsabilidad

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Nombres menos históricos que Marantz, como Cambridge Audio, también se han rendido a los encantos de la clase D. Por algo será

Durante décadas, acceder a grandes cifras de potencia implicaba aceptar compromisos claros: equipos enormes, pesados, caros y difíciles de justificar fuera de salas dedicadas. La Clase D ha roto esa ecuación. Hoy es posible disponer de cientos de vatios reales sin hipotecar espacio, presupuesto ni infraestructura eléctrica, algo impensable hace no tanto tiempo.

Esa democratización no es un detalle menor. Significa que más usuarios pueden mover altavoces exigentes con solvencia, sin recurrir a soluciones desproporcionadas. La potencia deja de ser un lujo y pasa a ser una herramienta. No para escuchar más alto, sino para escuchar mejor, con margen dinámico real y sin forzar el sistema.

Hay además una dimensión que ya no se puede ignorar: la energética. Mantener un amplificador consumiendo y disipando decenas o cientos de vatios en reposo para escuchar música a volumen moderado es difícil de defender cuando existen alternativas que ofrecen el mismo resultado sonoro con una fracción del consumo. No es moralismo, es sentido común técnico.

La Clase D no pide fe ni nostalgia, pide coherencia. Coherencia entre lo que sabemos de física, lo que medimos y lo que escuchamos. Puede que no alimente mitologías ni rituales, pero entrega algo más valioso: fidelidad real a la señal original. Y si la alta fidelidad significa algo hoy, debería empezar exactamente ahí.

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